miércoles, 28 de abril de 2010

10. Vittorio



Tengo oídos. Escucho todo lo que la gente dice de mí. Lo bueno, lo malo… lo… excéntrico. Es que, no entiendo qué es tan sorprendente. Tuve suerte, tuve una familia y actualmente tengo un trabajo que me hace ganar dignamente todo el dinero que necesito. Si quiero, puedo tener un edificio para mí solo. Si quiero, puedo cagarme en la historia y vivir en un monumento histórico. Si quiero, puedo comprarme un fantasma.


O sea, ¿Cuál es el problema? Vittorio no sale del dormitorio cerrado. Le decimos así porque, efectivamente, es eso. Cuando lo compré, pensé que sería un buen lugar para él: Húmedo, oscuro, tétrico y con un olor a desesperanza (cuando huelan la desesperanza sabrán de qué les hablo) que combina de perlas con mi fantasma.
Si, sé que decir “mi fantasma” tal vez sea incorrecto. Pero, ¿la gente no dice “mi hijo”? Los hijos, señora, también tienen su individualidad intrínseca. Así que no me rompa las pelotas. Será libre, pero yo lo compre.

Fue hace diez años. Estaba en Génova, porque tenía ganas, y recorriendo una feria, me encontré al Signori Al Hazum. No miento. Padre árabe, madre italiana. Como sea. Al Hazum vendía cosas sobrenaturales; ya saben, Ouijas, Necronomicones, biblias satanistas, tiempos compartidos, y bueno, fantasmas. A mí siempre me gustaron esas estupideces, así que ni lo dude. Además, sólo me costó ocho dólares.

El “fantasma” era sencillamente un trozo de tela, de no más de un palmo de grande. El color era verde oscuro, y olía a… bueno, desesperanza. Bordado a él una humilde etiqueta rezaba en azul Bic “Vittorio”. Luego me enteré que esa era la marca de la tela, pero honestamente me pareció un gran nombre para un fantasma. El verdadero nunca pude saberlo. A menos que se llame Va Fangulo. Es lo único que dice, una y otra y otra vez. Si compraba un loro iba a ser más productivo. Pero, hey, ¿dónde venden loros a ocho dólares?

Cuando llegué a casa hice los rituales que el tano Al Hazum me dijo para liberar al fantasma de la tela y, efectivamente, salió. Me hizo acordar a un viejo verdulero de mi barrio: Panzón, bajito, y con olor a… ya saben.

El problema con Vittorio es que nunca me asustó. Yo tenía la imagen fantasmal que me vendió el cine. Algo deforme, baboso, que no me deje dormir y que rompa todo el mobiliario como esos okupas ectoplásmicos de Polstergeist. Pero no. Apenas llegó, preguntó donde estaba su habitación de mala manera. Se la señale, me puteó y seguidamente, se encerró. Nunca sale. Cada tanto se lo escucha tocando un acordeón de quién sabe qué siglo y es ahí cuando realmente me doy cuenta que está. Alguna vez pensé que era infeliz, y es posible que eso sea, pero ¿cómo hago feliz a un fantasma?

La realidad es que lo compré porque mi casa, antigua y llena de historias, no tenía ningún fantasma, ¿cómo puede ser? Buenos Aires está embrujada en un noventa por ciento, ¿por qué mi edificio no? Es como en los noventas. No tengo acá, me lo traigo de afuera. Pero el “deme dos” en este caso no va. Dos fantasmas ya es otro asunto.

Cada tanto golpeo su puerta y le digo que me haga compañía. Que veamos la televisión o algo. Domino el italiano, así que podríamos charlar. Pero el se niega rotundamente. No se que hay en ese cuarto que lo tiene tan apresado… hasta ayer.

Golpeé su puerta y, en lugar de silencio o de su rutinario va fangulo, Vittorio me abrió. No salió completamente, sino que asomó su cabeza por la puerta semi- abierta. Se lo veía igual que hace diez años: gordito, transparente, espectral… ya saben, todo un fantasma hecho y derecho. Sus ojos me miraban desde debajo de unas pobladas cejas blanquecinas (o verdecinas, no sabría explicarlo) como si estuviera viendo… bueno, un fantasma. Con todo mi ánimo lo invité a que conversemos mientras jugábamos a las cartas, pero él, rumiando algo que no entendi, negó con la cabeza e intentó cerrar la puerta.
- Vittorio- le dije, comprensivo- salga un rato, ¿no se aburre ahí adentro?
- Don, no quiero importunarlo- me dijo en un español que me sorprendió- pero estoy bien en mi cuarto. Es cerrado, fresco… casi como la tumba que no tuve.
- Entiendo que sienta un apego especial- le dije- pero me gustaría que me haga compañía. La casa es muy grande para mí. Estoy solo, como sabrá, y el tiempo corre muy lento.
- Lo se- susurró desde adentro- pero ahí afuera no estoy cómodo.
- Vamos- respondí incrédulo- ¡pero si acá tiene de todo! Luz, oscuridad, tecnología, cosas clásicas. Incluso tengo murales de artistas italianos que a usted le gustarían mucho.
- Si, si- lo escuché, como en un lamento- Tiene todo lo que el dinero puede comprar y más. Pero es que ahí afuera hay un terrible olor a desesperanza que no me deja respirar.

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