sábado, 24 de octubre de 2009

4. Veinte cuadras


Estaba empapado. La lluvia no dejaba de caer, como si el mundo fuera una seguidilla de enormes fuentes ornamentadas con figuras de distintas ciudades. A él le había tocado la de Buenos Aires. Esperaba parado, en la esquina de Esmeralda y Santa Fe, con un desordenado maletín como paraguas, que el bendito colectivo apareciera por la esquina, tomarlo y llegar a su casa lo más pronto posible. A sus espaldas, el general San Martín lo miraba estoico, con ojos vacíos, desde su caballo rodeado de honores y glorias. Claro- pensó- si yo fuera de bronce también me pararía debajo de la lluvia para hacerme el héroe.
Quería fumar, pero no había cigarrillo que aguantara tal catarata. Pensó meterse en un bar, pero recordó que fumar en los bares estaba tan prohibido como meterse en uno hecho un saco de té, empapado, arrugado y con olor a podrido.
Se maldijo mil veces porque sabía que iba a llover. Antes de salir de su casa, Cintia le advirtió que llevara un piloto, un paraguas, algo, lo que sea, para evitar la gripe. Pero justo en ese día, Damián se sintió todopoderoso, y desafió la voluntad de Dios, de la ciencia meteorológica y de Fernando Confesore. La fe, la ciencia y los medios, todo mandado al diablo por la soberbia de una sola persona. Y el castigo por tal ofensa no se hizo esperar. No había caminado ni las 6 cuadras que separan su departamento de la avenida donde toma el colectivo que el primer trueno se hizo notar. Tal fue su explosión, que muchas alarmas de autos inocentemente estacionados se accionaron por las intensas vibraciones de su sonido. Pero la lluvia no apareció hasta que él estuvo en su oficina. Desde el 15º piso de la torre, las nubes parecían terribles compañeras. Emanaban luces amenazantes y un permanente olor a humedad invadió todo el ambiente.
Su horario terminaba a las 19. A las 18:57 se escuchó el impacto de la primera gota contra el asfalto caliente. La segunda y la tercera antecedieron a las demas. Incontables cuchillos helados de agua caían desde el cielo, los truenos musicalizaban su danza y los relámpagos iluminaban lúgubremente a una Buenos Aires oscura de repente, tenebrosa, misteriosa.
Sería una ofensa a la moral y a las buenas costumbres repetir lo que Damián dijo al salir de su oficina. Tiene que caminar 3 cuadras hasta la parada del colectivo, ahí, en Santa Fe y Esmeralda, y luego, una larga espera bajo un alero que cubre menos de lo que parece.
No sabía cuanto tiempo había esperado, pero parecía que todo iba a finalizar. A lo lejos, entre una espesa bruma, apareció un gigante verde, con un 17 tatuado en la frente. Sin más, se sacudió un poco el agua más pesada de la cabeza, intentó, sin éxito, quedar presentable y estiró su mando derecha para detener al colectivo.
Desde su omnipotente asiento en las alturas, el chofer le hizo un gesto negativo con su mano, y siguió, empapándolo aún más con la inmensa pileta que se había formado a fuerza de baches y calles con cordones profundos.
Sería una ofensa a la moral y a las buenas costumbres repetir lo que Damián dijo sobre la esposa del chofer.
Harto, esperó unos minutos más, hasta que perdido por perdido, decidió hacer las 20 cuadras que dividen su casa de su trabajo a pie.
Caminó resignado, mirando de reojo, mientras pudo, al invencible Don José de San Martín, Indemne bajo el torrencial aguacero. Lo envidió, pero luego recordó que le temía a los caballos, así que tampoco le pareció el panorama perfecto.
Manos en los bolsillos, cara de pocos amigos y paso apurado. Esa era la postal. Sabía que cuando viera el cementerio de la recoleta, solo quedarían 3 cuadras. No es tanto, intentó consolarse, mojado ya estoy.
Describir su recorrido sería redundante. Agua, charcos, zapatos arruinados, pantalón embarrado… Un panorama normal, común y corriente.
Lo que sí vale decir, es que llegando a su casa, a unas 5 cuadras (lo calculó así porque ya veía, aunque lejos, el paredón del cementerio que da a Junín y Quintana), se detuvo a ver un “último momento” en una televisión encendida en un maxi kiosco. En él pudo ver a un meteorólogo que, impecable, comentaba lo terrible y poco común de esta tormenta. Es algo que no se ve habitualmente en Buenos Aires- afirmaba desde su cálido asiento- podríamos decir que es un gran padecimiento para quienes tienen que volver a sus casas, aunque seguro todos salieron preparados. Ayer se los anunciamos.
Damián solo lo miró. Notó en la voz del meteorólogo cierto dejo de cinismo. Como si disfrutara el hecho de pensar que él lo había advertido, y que todos quienes se estuvieran mojando habían desobedecido la divina Ley del Presentador del Clima. Se alejó del kiosco con la molesta (todo le molestaba) voz del meteorólogo, que anunciaba mejoras en el tiempo a la brevedad. Damián no lo escuchó. En su cabeza solo sonaba el repicar de las gotas y la imagen de él sentado en su sillón, seco y con una taza de café caliente en una mano y Cien Años de Soledad recién comenzado en la otra. Al menos en Macondo no llueve mucho, ¿no?, pensó.
Llegó a la puerta de su edificio, revolvió el bollo de papeles mojados que era su maletín y encontró las llaves bajo un pequeño paraguas negro que, sin duda, Cintia le había dejado antes de salir.

- Mi amor, te empapaste- dijo con angustia Cintia cuando lo vió entrar
- Si, el paraguas no abrió, pero muchas gracias por escabullírmelo entre mis cosas sin avisarme, sos un amor.

Sería una ofensa a la moral y a las buenas costumbres reproducir lo que Damián pensó sobre su suegra.
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miércoles, 21 de octubre de 2009

3. Sing a song (Sophie's Choice)


El concierto se estaba anunciando desde hacía mucho tiempo. Televisión, radio, internet... Todas las noticias giraban en torno a lo que iba a pasar esa noche: La presentación de la próxima estrella pop del país. No había surgido de ningún reality, ni buscó su fama vía escándalos. Ella simplemente había sido “descubierta” por Boss Rodríguez, el representante más trascendente del medio. Y que Boss deposite tanta confianza en alguien, decía, solo podía significar que era un éxito asegurado.
La estrategia de prensa fue clara. Ninguna foto, ningún nombre. Solamente la palabra de Boss que, aseguraba, todo iba a cambiar después de escuchar la voz de la chica que había encontrado, de casualidad, cantando en un pequeño bar.
El teatro estaba lleno, y la reventa de entradas había llegado a precios escandalosos. En la puerta, los comerciantes vendían remeras sin caras, sin nombres, con la fecha de la función sobre la inscripción “yo vi como cambió la música”. Pretensioso, pero creativo.

Sofía estaba sentada en su camarín, mirando en el espejo el reflejo de sus ojos oscuros. ¿Ella quería esto?, ¿Estaba segura de lo que iba a hacer? Todo había pasado demasiado rápido, desde que Boss la “descubrió” hasta “el día que cambiará la música”. Tenía 21 años. Hacía solo tres que tocaba la guitarra y apenas uno (o menos, no recordaba) que había empezado a presentarse en bares, pubs y cafés. La música para ella era el nuevo descubrimiento. Sentía que recién estaba entrando a un imperio del cual no querría salir jamás, pero antes, quería aprender a manejar perfectamente la llave de la puerta, para que nadie piense que era una improvisada, o peor, que era quién era solo por tener una linda cara y un buen cuerpo. En otras palabras, quería hacerse de abajo y crecer, pero mientras, quería disfrutar el aprendizaje y el camino que tenía por delante.
- ¿Vos crees que va a salir?- preguntó Nidia entre el bullicio del público
- Claro que si, dijo que se iba a presentar acá- Respondió Angel, como remarcando algo obvio.
- No estaría tan segura.
- Nunca nos cagó.
- No nos estaría cagando, no sé si ella quería esto.
- Ella siempre quiso esto, es su sueño, y no lo va a tirar por la borda- Dijo, pero en realidad, no estaba tan seguro.

Todo comenzó cuando Sofía se presentaba en vivo por quinta o sexta vez. El concierto era en un pequeño centro cultural, donde se estaba desarrollando un festival de folk independiente. En él, más de veinte músicos presentaron sus canciones y vendieron sus homemade discos a quienes quisieran comprarlos. Sería cruel decir que había más artista que público, pero no sería del todo incorrecto.
Sofía fue la sexta en tocar. Eran casi las seis de la tarde, y tenía media hora de escenario. Suficiente, pensó.
Su metro cincuenta y cinco de estatura parecía una enormidad cuando estaba en escena. Subía despacio, descalza, como le había enseñado su instructor de yoga, se paraba frente al micrófono, se corría el pelo de la cara (más por cábala que por molestia) y tomaba su guitarra del suelo. Lo demás, era magia. Su voz suave llenaba el aire. Era como si el público estuviera envuelto en una esas bolsas protectoras llenas de globitos. En sus ojos se notaba el encantamiento al que ella los llevaba. En sus ojos se veía cuantos de ellos podían enamorarse instantáneamente de ella. Pero en un par de todos esos ojos, solo se dibujó el signo del dólar.
Boss había sido invitado por el organizador del evento que, casualmente, era su hermano. Eran muy similares, pero muy distintos a la vez. A Boss solo le interesaba el dinero, mientras que su hermano era un inquieto artista en permanente búsqueda de nuevos talentos.
Al finalizar el espectáculo, Boss fue a hablar con él sobre Sofía.
- La quiero- Dijo, sin mediar saludo.
- Yo también la quiero, señorita- le dijo a Boss, y lo abrazó entre risas.
- Sos puto, pero sos mi hermano, degenerado
- Y si no lo fuera tampoco te vería.
- Me das asco.
- ¿Para eso viniste?, ¿Para echarme en cara por centésima vez lo macho que sos vos y lo gay que soy yo?- preguntó- te aviso que ya me di cuenta que soy homosex....
- Si, si, rainbow power, no más closet, ya... entendí el mensaje desde el principio.
- No se nota.
- Te dije que lo entendí, no que estaba encantado con eso. Y no, no vine a hablar de tu culo roto. La chica, la morochita.
- ¿Sofía?
- Que se yo, ¿Es morochita?
- Si...
- La quiero para mi firma.
- ¿Desde cuando tu firma saca artistas folk?
Boss casi se atraganta de la carcajada.
- No va a hacer esa música aburrida conmigo, obviamente. Quiero que explote otra faceta artística.
- Querés que sea otra de tus putas, bah.
- Si querés decirlo así...
- Mirá, yo no tengo nada que ver con ella, y creo que ni manager tiene, así que andá y hablale, está en el bar, seguramente. Ahora, escuchame una cosa- Lo agarró de la camisa- ella es una artista. No la hundas como a las demás, ¿si?
- No es mi culpa que a las mujeres les agarre celulitis, querido.
Dicho esto, se alejó con una sonora risotada.
Sofía estaba sentada en una mesa. Tomaba agua de una botellita mientras miraba por una pequeña pantalla las otras actuaciones. Boss se acercó a ella y, con una mano torpe, arrastró una silla al lado de su mesa.
- ¿Cigarrillo?- ofreció Boss
- No, gracias, no fumo.
- Muy bien, cuidando la garganta- Dijo a la vez que escupía una gran bocanada de humo- Vos sos Sofía, ¿No?
- Si- respondió, tímida- ¿Y usted es?
Boss se tragó el orgullo y, en lugar de tratarla de ignorante por no conocerlo, se presentó.
- Soy Boss Rodríguez- le dio una tarjeta- ¿Te suena mi nombre?
Por segunda vez, Boss se sintió ninguneado.
- Soy representante de artistas- dijo, juntando paciencia de donde no la tenía- y me gustó lo que hiciste hoy.
- Muchas gracias.
- Las gracias te las tengo que dar a vos, porque ahora tengo una artista nueva que va a revolucionar el mercado.
- ¿La tiene?- preguntó Sofía, algo apabullada por el diálogo.
- Claro tonta- le acarició una mejilla- vos.
- Pero no firmé nada con usted.
- Porque no me conocés todavía- Boss le dio una tarjeta que había sacado de un lujoso tarjetero de plata- vení mañana a mi oficina y hablamos.
Sofía se quedó mirando la inmensa espalda del gorila que se estaba yendo. Luego giró la tarjeta en sus dedos y se la guardó en el bolsillo.

La oficina de Boss era un piso en un edificio de extremo lujo en Puerto Madero. Sofía entró acurrucada, intimidada por el entorno y por los ojos que no se despegaban de sus sandalias de cuero compradas en Plaza Francia ni de su dreadlock, que le llegaba casi a la cintura.
Subió tres pisos y golpeó una puerta de vidrio. La atendió Alma, la secretaria de Boss.
- Sentate- la invitó Alma.
- Gracias- Respondió Sofía- ¿Sabe cuando me va a poder atender el señor Rodríguez?
- Boss, para vosssss- dijo el representante, saliendo apresuradamente de la oficina. Vestía-o Sofía creía- la misma ropa que el día anterior. Una areola de sudor impregnaba las axilas de la camisa y una ración considerable de ketchup pintaba de carmesí los labios y parte de los bigotes de uno de los hombres más poderosos del país- Pasa a mi oficina y hablamos, Silvia.
- Sofía- corrigió.
- Si, perdón, Sofía.

La oficina de Boss era un cuarto enorme, lleno de discos de oro, de platino y otros premios de sus artistas. También había gigantografías con fotos de cantantes que manejaba y fotos de él junto a, por ejemplo, Britney Spears, Madonna o Justin Timberlake.
Boss hizo sentar a Sofía frente a un enorme escritorio de nogal, y Boss se sentó al otro lado.
- Mirá Sofía, vos tenés potencial, tenés voz y tenés un cuerpo hermoso. Me parece que estás tomando tu carrera por el lado equivocado. La canción es lo tuyo, pero no este tipo de canción. ¿Te gusta el pop?- Sofía iba a hablar, pero no le dejó respoder- Claro que si, a todas las chicas les gusta. Mirá. Lo que yo te ofrezco en este contrato es fama y fortuna, más de cien fechas por año y al menos tres discos y cinco tapas en la revista que más quieras. Es una oferta que no podrías rechazar.
- Señor Rodríguez...
- Boss.
- Ejem- Se aclaró la voz- Boss... El género que hago me gusta, y me encantaría seguir haciéndolo. Puedo firmar un contrato con usted, eso no me genera problemas, pero no me veo cantando y bailando a la vez.
- ¡Pero serías una estrella!
- ¿Puedo pensarlo un par de días?
- Mirá, el viernes que viene es tu lanzamiento, así que muchos días no tenés.
- ¡Pero falta menos de una semana!- Gritó histerica Sofía- ¿Qué voy a cantar?
- Esto.
Boss le tendió un bloc de hojas donde había unas trece letras de canciones. Sofía las ojeó, y notó que en dos de cada tres letras había una referencia sexual.
- ¿Quién escribió estas canciones?- preguntó Sofía.
- Mi colaborador, Jess Montana.
- ¿Se llama así?
- No, se llama Miguel Aletto, pero con ese nombre de mierda no iba a llegar a ningún lado. Y hablando de nombres, a partir de hoy vos te vas a llamar Sophie Love.
- No me convence.
- No me interesa. Eso vende.
- Sigue sin convencerme.
Boss se levantó de su silla y caminó hasta Sofía. Apoyó sus manotas en los hombros delicados de ella y le dijo.
- Imaginate un teatro lleno, cinco mil o seis mil personas gritando tu nombre. Imagina que sepan las canciones que cantas. Imagina poder vivir de esto. Vas a ser rica, poderosa, las discográficas van a matarse por vos.
- Poder vivir de la música es tentador.
- No te voy a insistir. Si te interesa, volvé mañana para los ensayos del show.

- Ya está tardando mucho, no va a venir, vamos.
- No, me voy a quedar. Sé que va a venir, va a hacer el show. Lo sé.

La habitación era grande, y rodeada de espejos. Ahí estaba Sofía, practicando una coreografía sensual junto a otras cuatro bailarinas. “Sé mi chico” era la canción.
Sofía no lo hacía nada mal para ser su primera vez. Era provocativa, sensual, y podía cantar bien pese a los saltos del baile. Boss estaba sentado, mirándola y pensando en qué iba a comprarse con las regalías que le iba a dejar Sophie Love.

Durante el día siguiente, Sofía se dedicó a ensayar las canciones, sin baile. “Soltera”, “Sé mi chico”, “Calor” y “Heat” (Versión en inglés de “Calor”) eran algunos de los títulos. A decir verdad, cada vez estaba menos segura de querer hacer esto. Pero pensar en vivir de la música y ganar el dinero para, en el futuro, poder hacer lo que quisiera, la animaba.
Estuvo encerrada en el estudio de Boss prácticamente hasta el día de la actuación. Pero Boss “fue bueno” y dejó que se vaya a su casa y, de paso, a invitar a alguno de sus amigos al show. Ella estaba segura de a quienes invitar.

- Me parece una locura- Le dijo Angel.
- No sé, tiene su encanto- Replicó Nidia.
- Piensen que es una gran oportunidad de hacerme ver. Puedo hacer uno o dos trabajos así, y después cambiar.
- ¿Y cómo la vas a pasar mientras hagas eso?- preguntó Angel
Sofía no respondió.
- Angel tiene algo de razón- dijo Nidia- Si te vas a arrepentir, no tiene gracia. Me gustaría que seas famosa, pero no a la fuerza.
- Además- agregó Angel- ¿Qué vas a hacer con la fecha del bar que tenés esta noche?
- ¡Es verdad!, Me había olvidado completamente. Voy a tener que cancelar.

Faltaban diez minutos para salir a escena. Boss estaba sentado en la primera fila, con varios empresarios de la música. Sofía estaba preparando la voz en el camarín. Luego, se pintaría las uñas de los pies y de las manos y, por último, bebería una botellita de agua de un solo trago. Esa era su cábala menos preferida. Luego de vestirse, salió al escenario.

- ¿Viste? Yo te dije que iba a salir- dijo Angel

Boss fue corriendo al camarín de Sofía. Hacía quince minutos que debería haber salido a escena. Cuando entró, encontró la habitación vacía.

La gente en el bar aplaudía a Sofía. Y Sofía prefería a esas cincuenta personas aplaudiéndola a ella, que las seis mil esperando a Sophie Love.
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martes, 13 de octubre de 2009

2. Corazones y flechas


Había sido el mejor día de sus vidas. Por fin, después de meses, Rita y Martín dejaron de lado el histeriqueo y hablaron cara a cara sobre lo que les pasaba. Él, con la excusa de terminar un trabajo que les habían encargado, citó a Rita en un bar. Pasaron una, dos... casi tres horas cuando por fin Martín dejó las proyecciones y los gráficos de lado y habló:
- Voy a terminar con esto, Rita- le dijo sin mirarla a los ojos- hace casi dos años que trabajamos juntos, y no aguanto más...
Rita escuchaba en silencio, clavándose las uñas en las palmas de las manos, apretadísimas, debajo de la mesa. Era un ovillo de nervios sin principio ni final.
- Estoy enamorado de vos- largó Martín casi en un susurro- y es algo que pese a que quiera, no puedo evitar.
Ella sacó las manos de abajo de la mesa y, torpemente, bebió un sorbo de agua. Se aclaró la garganta y, casi maternalmente se dirigió a Martín:
- No tenés por que evitarlo- le susurró. Ella si lo miraba. Estiró las manos y tomó fuertemente las de Martín- A mi me pasa lo mismo, y estaba esperando a que tomes el coraje para decírmelo.
Martín sonrió, se levantó de su silla y se acercó a ella. Así, parados, medio doblados sobre una mesa repleta de papeles, láminas y vasos vacíos, se dieron su primer beso.

Después del beso, obviamente se olvidaron del trabajo, que en realidad- confesó Martín- no era tan urgente. Dedicaron las horas que quedaron en hablar sobre ellos, reírse como tontos y tomarse de las manos.
Cerca de las nueve de la noche Rita y Martín se propusieron ir a cenar a un lugar más íntimo, pero el destino les jugó una mala pasada. El celular de Rita sonó, y tras la música llegó la noticia que Ernestina, una tía de Olavarría, vino a Buenos Aires, y esa noche cenaba con su familia. No, no podía faltar. No, no podía ir otro día.
- Bueno- dijo Martín con una sonrisa- al menos todavía nos queda el viaje en subte.
Se subieron en Lacroze. Ella iba hasta Medrano. Él, hasta Uruguay. Viajaron parados, besándose, contra una de las puertas. La gente los miraba, entre indiferentes y celosos de tanto amor, pasión, juventud y belleza resumidos en solo dos personas.

Pasaron las estaciones y en pocos minutos llegaron a Medrano. Ahí, no sin dificultad, se despidieron.

Apenas se bajó del subte, Rita se sobresaltó al oír la voz sucia del altavoz de la estación.
- “Señores pasajeros, se les informa que el subte línea b Los Incas- Alem se encuentra momentáneamente detenido por desperfectos técnicos. A la brevedad se rehabilitara el servicio. Disculpe las molestias”
Martín y Rita se rieron a carcajadas, aunque parecía que eran los únicos a los que esta demora les divertía.
De pronto, Rita se paralizó y perdió su vista en el espacio.
- Esto es una señal- murmuró.
- ¿Qué?- preguntó Martín
- ¡Que esto es una señal!- respondió Rita, hundida en un éxtasis de excitación y alegría que atropelló a Martín- El día que empezamos nuestra relación tenemos que separarnos por algo ajeno a nosotros, ¡Pero este subte quiere que sigamos juntos!... Es nuestro subte...
- ¿Nuestro?- preguntó Martín, visiblemente confundido.
- Claro, juega para nosotros- dijo sonriente. Pero pronto la cara comenzó a cambiarle, como si se le estuviera ocurriendo la mejor idea de la historia- Ya sé- dijo, pícara- deberíamos marcar este tren, para que todos sepan que es nuestro, y que quiere que estemos juntos.
- ¿Te das cuenta que estás planteando que un tren quiere que estemos juntos, no?
- Si- respondió sonriente.
- Ok, solo chequeaba.
Ante la mirada atónita de Martín, Rita salió del subte y con su llave comenzó a rayar la pintura roja del vagón. Dibujó un corazón desprolijo y, atravesándolo, una flecha chueca y despareja. Rita miró a Martín, que estaba junto a la puerta, sin comprender muy bien que estaba pasando.
- Ahora vienen las firmas- le dijo Rita sonriendo y, con fuerza, escribió su nombre dentro del corazón- Vení- llamó a Martín- Escribí el tuyo.
Cuando Martín se disponía a bajarse, la chicharra sonó y sin mediar aviso, la puerta se cerró en su cara. Martín la saludó desde adentro, con una cara sin expresión, y se alejó hacia el lado de la estación Carlos Gardel. Rita, descepcionada, se alejó lentamente de las vias y salió de la estación.

- Tengo que terminar el corazón- le dijo a Martín por teléfono.
- No es para tanto, linda- respondió tiernamente- no necesito esa prueba de am...
- ¡Yo sí!- interrumpió gritando Rita- Ese tren es nuestro y quiero que todos lo sepan.
- Bueno, pero pensa esto, ¡Ahora es solo tuyo!
- No quiero que sea “solo mío”- le dijo lentamente, marcando cada sílaba- Ese tren se detuvo por algo.
- “Desperfectos técnicos”.
- No seas superficial, Martín.
- Soy realista.
- Sos un pelotudo- contestó Rita, y colgó el teléfono.

Al día siguiente, Rita tomó el subte a las nueve de la mañana, como siempre. Se había despertado con la idea de ir hasta el primer vagón y ver si el destino la volvía a cruzar con la máquina que la obligó a quedarse un rato más con Martín. Se paró al final del anden y, moviendo un pie al ritmo de la música que tenía en el MP3 (que iba desde Ace of Base hasta Leonard Cohen) esperó impaciente que la mole roja asome por las tinieblas subterráneas. Minutos después, el tren apareció y, vaya decepción, el vagón estaba rayado, pero decía “Platense Capo”. Rita suspiró y subió antes que la alarma suene. Viajó tarareando, mirando al piso y, cada tanto, el celular. Martín no le había vuelto a hablar desde lo de la noche anterior. ¿Estaría enojado?, ¿Ofendido? En realidad, el tema del tren era importante, y si no podía valorarlo, tampoco la valoraría a ella... ¿O estaba exagerando? No, no podía ser. Algo había. Ella podía olerlo.

Llegó a Alem y caminó unas pocas cuadras hasta un enorme edificio de vidrio. Nunca se acordaba de la cantidad de pisos que tenía. Solo en el ascensor veía el número justo, pero apenas bajaba, se le iba de la cabeza.

En la oficina se encontró a Martín. La recibió con un té con miel y dos galletitas con chips de chocolate. El detalle le gustó tanto que automáticamente olvidó la discusión de la noche anterior.

La jornada laboral era de 9 a 18. Luego, de 18 a 24 entraba otra camada de empleados en la oficina. El trabajo era simple, pero tedioso. Gráficos, probabilidades, estadísticas y demás cosas para empresas del extranjero. Ni Martín ni Rita lo soportaban mucho, pero pagaba el alquiler.

El día pasó sin agitaciones. Trabajaron codo a codo sin que nadie sospechara absolutamente nada de ellos. Cada tanto rozaban sus manos, o se robaban un beso a escondidas, pero fueron lo suficientemente profesionales como para que la vida en la oficina y su vida se diferencien.
A las 18 llegaron sus relevos, Lautaro y Manuel, dos jóvenes de su edad. Uno estudiaba Historia, el otro era un pobre nerd que no podía hablar de nada que no tuviera capa. No eran malos, pero eran raros. En especial Lautaro, quien últimamente se pasaba las horas de almuerzo sentado en la sucia terraza del edificio.
Caminaron por Bouchard hasta Alem y ahí bajaron a la estación. Venían hablando de cualquier cosa, divirtiéndose. Pero en el andén, Rita cambió. Comenzó a transpirar y se mordía las uñas. Con el pié golpeaba el suelo y sus ojos solo de a ratos se chocaban con los de Martín, quien le hablaba de su visión de la nueva corbata del jefe sin darse cuenta de la metamorfosis que estaba sufriendo su novia.
- Vamos más adelante- le pidió Rita, intentando disimular su ansiedad.
- Si acá lo agarramos vacío, no hay problema- respondió Martín, indiferente.
- Me gusta más adelante- insistió Rita.
- Pero es lo mismo...
- Si es lo mismo, vamos más adelante...
- No será que...- Martín empezaba a entender- ¿El tema del corazón?
- Si Martín, “el tema del corazón”- se burló Rita- Se ve que a vos no te importa.
- Y...no
- Decime que me estás cargando.
- No, no me interesa. Primero, es un acto de vandalismo. Segundo, es una pendejada. ¿Lo hiciste? Listo, fue. ¿Querés hacerlo? Raya este, que lo tenés acá quieto. Aprovecha ahora así tenés Tu Subte.
- “Nuestro subte”- corrigió Rita.
- Ok, nuestro.
- Este no es el nuestro
- ¿Por que no?
- Se paró por nosotros
- ¡Tadá!- se burló Martín, señalando con los dos brazos al tren, como exponiéndolo- está parado.
- Pero no por nosotros...
- Y tampoco por “desperfectos”...
- Martín... Respetame.
- Yo te respeto, y te amo. Sabés que te amo. Pero no puedo creer que te pasaste 24 horas pensando en esto.
- ¡Porque me parece importante que dejemos algo en la historia!
- Tengamos hijos, comprémonos un perro, escribamos con aerosol el obelisco, pero deja ese puto tren en paz.
- Martín, andate en el otro tren, no te quiero ver.
- ¿Me hablás en serio?
- Si Martín, andate.
- Ok... Como más te guste.

Rita intentó no llorar, pero entre la pelea y “and no more shall we part” de Nick Cave en el MP3 se le hacía imposible. Viajó las ocho estaciones mirando hacia el suelo, o haciendo que buscaba algo en la cartera, para ocultar las lágrimas mientras en sus oidos sonaba la voz oscura de Cave: “...and no more will I say, dear heart/I am alone, and she has left me...”

Se bajó en Medrano y revisó en un segundo si ese era o no el tren marcado. En su primer vagón, la máquina no tenía una sola mancha. Ni Platense, ni amor, ni cabarets. Eso la dejó bastante tranquila y volvió a su casa escuchando Pet Shop Boys.

Pasó el fin de semana en su casa. Martín no la llamó y ella tampoco intentó ponerse en contacto. No abrió el MSN ni el Facebook. Twitter no tenía. Se alejó de todo lo que podía recordárselo. Él no la había respetado. Y ella no quería nada extraño, solo eternizar su amor tallando sus nombres dentro de un corazón flechado, como se hace desde los comienzos de los tiempos en árboles, hojas de carpeta o, como vimos, formaciones de la línea b. ¿Qué tenía de malo?

El lunes a las 8 de la mañana, Rita se despertó pensando como iba a ser el día. Tan solo imaginarse el momento de saludar a Martín la incomodaba. ¿Lo saludaría? Ella no lo despreciaba, pero él pensaba que estaba loca. Tendría que mantener una política de corrección, jugando a que nada pasó y, capaz, se reconciliaban. Pero no tenía muchas esperanzas. Él era orgulloso y no iba a dar el brazo a torcer, y ella menos.
Desayunó sola, mirando las noticias y el clima, mientras renovaba la música del MP3. Hoy, la discografía de INXS.
Caminó sola hasta la estación, con una mano en el bolsillo y la otra sujetando su cartera. Bajó las escaleras, apoyó la tarjeta en el molinete y entró al andén. El tren llegó a los pocos minutos. Pasó a toda velocidad frente a ella, pero en el primer vagón pudo reconocer su dibujo. Corrió hasta allí, intentando que no se le volaran las sandalias, y se detuvo frente a la reciente inscripción. Rita casi se desmaya cuando, debajo de su nombre y de la i griega, encontró escrito “Lucas”. ¿Quién sería Lucas? El mismo destino que le frenó el tren adelante, reflexionó Rita, le propone un candidato al poco tiempo de su ruptura sentimental. Porque para ella Martín ya no existía. Fue un recuerdo, un amor platónico, o incluso un tonto enamorado más. ¿Dónde podría encontrar a Lucas?, ¿Cómo será? Mientras viajaba, no podía dejar de imaginar el encuentro con el verdadero hombre de su vida. Con el único que quiso eternizar, junto a ella, su amor en el vagón de un subte de la línea b.
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martes, 6 de octubre de 2009

1. Parte del cielo


Todos los días a la misma hora me acerco al enorme ventanal de la oficina y miro un rato el cielo. Esta es una costumbre que adopté hace muy poco. Una costumbre que me contagió Constanza.
Constanza era... Constanza es una chica que conocí en la biblioteca.
Fue una tarde de febrero. Me había pedido el día en el trabajo para prepararme para un examen de historia argentina bastante complicado de la facultad. Mi plan era hacer lo que hice siempre: Tomar una torre de libros, acaparar una mesa y quedarme hasta las diez de la noche para terminar mis apuntes. Después, pasar la madrugada estudiándolos, y a la mañana siguiente rendir el examen e ir a trabajar sin haber pegado un ojo. Típico.
Cuando me acomodé en mi mesa de siempre advertí que, sentada en un rincón, estaba una chica a la que jamás había visto. Era joven, no tenía más de 20 años, si los tenía. Era linda, pero lo más llamativo de todo era su pelo. Su color, naranja, parecía iluminar todo el salón. Era brillante, con luz, y a toda vista se notaba que era natural. No es que sea un especialista, pero se notaba.
Cuando la vi, tenía los ojos clavados en un libro de poesía francesa. Baudelaire para ser exactos. Leía casi como si estuviera bebiendo cada palabra. Movía los labios al ritmo de la prosa y su vista, iluminada por el extraño color violeta de sus iris, se mantenía clavada a las hojas amarillentas de ese viejo tomo. Debo haberme quedado mucho tiempo mirándola, porque se dio cuenta y, en lugar de hacerse la tonta y seguir en su mundo de poetas malditos, decidió acercase a mi mesa.
- Perdón- me dijo con voz suave, casi susurrando- si lo que mirabas era el libro, allá hay más como este- y me señaló la sección de “andate al carajo”.
- Si, gracias- respondí, entre la timidez y la forzada indiferencia.
- Me llamo Constanza- se presentó. Cuándo estaba por decirle mi nombre tomo el libro que tenía en la mano, lo cerró y miró la tapa- Historia- dijo casi con asco- ¿Te interesan estos vejestorios?
- Si- respondí algo ofendido- de hecho, estoy estudiando para ser historiador.
- Que divertido- señaló, irónica.
- Entiendo que el tema no te interese...
- No es que no me interesa- Me interrumpió- lo veo inútil. ¿Para qué necesito llenar mi cabeza con cosas que pasaron hace miles de años y que ya no puedo resolver?
- Bueno- dije, pensando una respuesta inteligente- para saber de donde venimos y hacia donde fuimos en el pasado, y para no cometer los mismos errores una y otra vez.
- ¿Y nos fue re bien con eso, no?- rió, y también reí. No podía negar que tenía un buen punto- Es que- continuó, ahora en serio- entiendo que te interese, pero no le veo la utilidad. Es que lo que pasó, pasó, y lo que va a venir todavía no llegó. Además, si yo me equivoco, me gusta aprender de mis errores y no aprender en base de lo que le pasó a, no se- abrió mi libro al azar- Dorrego.
Por un momento no supe que responderle. Tenía ganas de darle la razón, porque creo que la tenía, pero admitirlo sería también admitir que estoy estudiando al pedo. Por eso mismo, cambié de tema.
- Entonces, ¿lo tuyo es la poesía?- pregunté, señalando su libro.
- No necesariamente- respondió mientras se quitaba un brillante mechón naranja de la frente- me gusta lo que me inquieta estéticamente. En poesía, solo los franceses logran eso en mí.
- Y para los que no leemos poesía, ¿Qué podrías recomendar para “inquietar estéticamente”?
Constanza se quedó unos segundos en silencio, como dudando si yo era suficientemente digno como para ser parte de su mundo. Finalmente cedió, me tomó del brazo y me dijo “seguime”.
Salimos del salón principal de la biblioteca y fuimos por un estrecho pasillo hasta una más estrecha escalera en la que yo jamás había reparado. Luego de unos pocos minutos de ascenso (cuatro, cinco pisos, no sé) llegamos a la terraza.
En ese barrio predominan edificios de 10 0 12 pisos, no muy altos, pero lo suficiente como para dejar pequeña a la biblioteca. Así y todo, pese a las moles, la terraza tenía una linda vista, un paisaje netamente urbano que se desenredaba bajo nuestros pies
- Acá está la obra de arte más inquietante del universo- anunció Constanza.
Con cara de idiota, mire a un lado y al otro, esperando un totem, una escultura o al mismísimo Pablo Picasso haciendo un graffitti. Ella se dio cuenta de lo perdido que me sentía por eso se acercó a mí, agarró con fuerza mi mentón y apuntó mi vista hacia arriba.
- ¡Tarán!- canturreó irónica.
- ¿El cielo?- pregunté bastante decepcionado.
- ¡Claro! Es perfecto.
- ¿Por qué te atrae tanto?- pregunté aburrido, mientras me prendía un cigarrillo.
- ¿Cómo “por qué me atrae”?- preguntó como si fuera una obviedad- Mirá para abajo: vas a ver gente que se levanta temprano, va a trabajar, almuerza, trabaja, vuelve, come, los más afortunados cogen, vuelven a dormir y vuelven a levantarse a las 6 de la mañana. Abajo todo es gris. Nada es sorpresa. En cambio el cielo es azul, es gris, es negro, llora, ruge, ilumina... además, contemplarlo es contemplar el infinito. Yo miro para arriba y tal vez esté mirando directamente a un agujero negro. Si miras para abajo, como muy loco, ves un tipo atándose los cordones.
- ¿Tanto?
- Y más- y agregó en un susurro- siempre quise ser parte del cielo.
- ¿Metafórica o metafísicamente hablando?- pregunté algo inquieto.
Constanza se quedó en silencio, y tuve la sensación de haber metido la pata.
- No importa- dijo algo ahogada, corriendo una cortina de fuego por sobre sus ojos- de todas formas, no me entenderías.

Al día siguiente fui a dar el examen luego de casi 17 horas de estudio ininterrumpido. En ese tiempo, por suerte, pude recuperar lo perdido la tarde anterior en la biblioteca. Por suerte pude terminar la evaluación a tiempo y la aprobé raspando. De cualquier modo, la alegría que eso me causó me duró bastante poco, porque aún tenía una pregunta clavada como una espina en mi cabeza: ¿Qué le había pasado a Constanza?

Esa misma tarde, después de la facultad, pasé por la biblioteca para buscarla. Caminé sobre la alfombra sin ruido hasta el salón, pero no estaba ahí. Caminé inquieto desde Historia Universal hasta la hemeroteca. Después seguí por Literatura Inglesa y me cansé de buscar en Filosofía Moderna. En medio de mi preocupación vino a mi mente una brisa de esperanza. Me estrellé la frente con la mano abierta por no haberlo pensado antes: La terraza. Constanza estaba en la terraza.
Subí lentamente la angosta escalera y cuando salí al techo, el sol me dejó momentáneamente ciego. Luego de unos segundos, la vi. Estaba acostada en el suelo, jugando con una bandita elástica mientras su mirada se perdía en un vasto cielo azul, con apenas unos pocos jirones blancos que lo manchaban.
- Constanza- la llamé.
- ¡Historiador!- me saludó con una sonrisa- ¿Viniste a escarbar más tumbas de proceres?
- No- le respondí sin disimular que lo que me había dicho me causó gracia- te vine a buscar.
- Me suena porno- dijo lasciva.
- No es porno- intenté disimular mi vergüenza- te quiero mostrar algo.
- Ajá. ¿Y eso no me debería sonar porno?
- Si querés lo haecemos porno- la desafié- pero no era lo que estaba buscando.
Ella se rió muy fuerte, tanto que espantó a unos pocos pájaros que estaban contemplando el mundo desde el borde de la terraza.

Desde la biblioteca hasta mi oficina hay unos diez minutos en subte. Constanza y yo viajamos parados pero cómodos, hablando de cualquier cosa. Después del viaje subimos por la escalera eléctrica y caminamos dos o tres cuadras hasta el inmenso edificio donde trabajo.

En recepción, presenté a Constanza como mi prima, lo que hizo que ella debiera alejarse para disimular (mal) la risa que eso le había causado. Después del OK de la gente de seguridad, subimos 24 pisos por el ascensor hasta el lugar donde se ubica mi oficina.
- Esperame atrás de esta puerta de vidrio, en cinco minutos salgo- le dije a Constanza.
- No hay problema- respondió ella mientras se enrulaba un mechón anaranjado que caía sobre su cara- pero quiero aclarar que no voy a hacer nada porno delante de toda esta gente.
- Una lástima, ya había contratado camarografo- le dije. Mientras me alejaba, escuché una pequeña carcajada.

Luego de hablar con mi jefe y de pedirle que me permita arrancar la jornada unos minutos más tarde le dije a Constanza “vamos”. Volvimos a subir al ascensor y fuimos 15 pisos más arriba. Después bajamos y subimos por una descuidada escalera que llevaba al techo del edificio. Con la llave que le había pedido a mi jefe, abrimos la desvencijada puerta y salimos al exterior.
Cuando salió, Constanza se quedó helada. El cielo estaba azul, casi violeta, como sus ojos. A lo lejos podía verse parte del río. Alrededor, unos pocos edificios de gran tamaño, pero que no obstruían la increíble vista que teníamos en ese momento ella y yo, únicos testigos del infinito.
- Y he aquí el cielo- dije haciendo una reverencia.
Ella, muda, se acercó a la orilla y, apoyándose en la pared, miró hacia el horizonte. Después, lentamente, se acercó hasta mí, me abrazó y en el más impenetrable de los silencios, me besó en la mejilla.
- Es lo mejor que podías regalarme- susurró.
Nos quedamos unos cuantos minutos en silencio, hombro contra hombro, mirando como de a poco oscurecía. El cielo iba tornando su celeste diurno hacia un azul oscuro, aviso infalible que la noche estaba a la vuelta de la esquina.
De pronto, Constanza rompió el silencio.
- ¿Te acordás lo que hablamos ayer sobre el cielo?- me preguntó
- Si, que vos querías...
- Si, si- me interrumpió y se volvió a callar, pero enseguida agregó- Nunca me sentí parte de este mundo, de esta sociedad. Nuca entendí que las reglas también eran para mí. Las desconozco. No es que sea una inconformista o una punk. Simplemente vivo al margen de todo por el simple hecho de que todo me importa muy poco. No me interesa la gente, como viven, como trabajan, como garchan. De hecho no veo gente, veo robotitos que van de un lado al otro, y yo nunca me sentí robot- suspiró- en cambio veo el cielo y siento que soy parte de él, como un testigo mudo, sin opinión, que existo solo por existir, que cambio, que lloro, que brillo y que me oscurezco. Que puedo ser tu mejor aliada o tu peor enemiga. Por eso, si me miro los pies, siento que estoy flotando en nada, y si miro hacia arriba, no me preguntes por que, mi corazón me dice que estoy mirando mi casa.
- Entonces- pregunté, esta vez más cauteloso- ¿Sentís que tu casa es el cielo, pero no el cielo como paraíso o casa de dios, sino que sos un fragmento de él?
- Exacto- me respondió con naturalidad.
No supe que responder a eso y, honestamente, estaba más preocupado por volver al trabajo que en esa extraña historia así que, con tacto, le propuse bajar.
- Andá a trabajar- me dijo risueña- yo me quedo quieta acá y, cuando salgas, nos vamos.
- Tengo para unas ocho horas- respondí.
- No importa- me respondió y volvió a mirar el horizonte- me gusta acá.

Llamé por teléfono a seguridad advirtiendo que "mi prima" se había quedado en la terraza para “sacar algunas fotos” y, después, bajé hasta la oficina.
Durante el trabajo, pensé bastante poco en ella. Cada tanto me la imaginaba dándose calor en los brazos con las manos, o acurrucada en un rincón, tiritando de frío, pero con la obsesión de no dejar de mirar al cielo.

Cuando terminó mi jornada ya era de noche, así que le pedí prestada una linterna al encargado de mantenimiento de la oficina y me fui a internar a la espesa oscuridad de la terraza. Llamé a Constanza dos, tres, mil veces, pero nadie respondió. Recorrí todo el terreno, pensando que podía haberse quedado dormida, pero no estaba en ningún lado. Con el celular llamé a seguridad, y les pregunté si “mi prima” se había retirado del edificio en algún momento. La respuesta fue negativa.
Entonces pensé lo peor. Constanza estaba deprimida, estaba confundida, no se sentía parte de este mundo y para sobrevivir, había creado esa idea de ser “el cielo” ¿Y si la depresión la venció?, ¿Y si decidió acabar con todo de un solo golpe?. Me asomé por el borde y miré hacia todos los costados. Abajo la vida seguía como siempre, poca gente caminaba a esas horas de la noche por la zona y, por suerte, no había ninguna señal marcada en tiza señalizando una tragedia.
Angustiado, volví a mi casa ¿Qué más podía hacer?

Después de una noche de insomnio, me levanté resignado de la cama y, mientras me preparaba un desayuno sencillo, prendí el televisor. Ninguna noticia nombraba a una chica de pelo naranja desaparecida, secuestrada o muerta. Mi parte optimista se alegró, pero la pesimista me dijo “todavía es muy pronto”.
Más tarde fui a la biblioteca, pero tampoco tenían noticias de ella. Pregunté por su dirección o teléfono, pero nadie sabía estos datos. No tenía ficha de socia. Ella tan solo entraba y salía en cualquier momento, porque asistía a la biblioteca desde hacía mucho tiempo. Así y todo, jamás tuvo un dialogo sustancial con nadie, y nunca dijo nada sobre su vida privada.
Pensé en denunciar el caso a la policía, pero ¿Qué iba a decir? No sabía quién era, ni donde vivía. Es más, ¡Ni siquiera sabía si Constanza era su verdadero nombre!

Llegué al trabajo con un fuerte dolor de cabeza. Apenas me senté frente a la computadora, sentí como si un millón de agujas salieran del monitor y se clavaran en mis ojos y mi frente. Así no podría hacer nada. Fui hasta la oficina del jefe y le pregunté tímidamente si podía tomarme diez minutos. Sin dudarlo respondió que si, que lo que quisiera. Voy a tener que agendarme cuando es su cumpleaños

Fui al ascensor y subí hasta el último piso. Después seguí subiendo por la descuidada escalera y, por fin, la terraza. Ahí me apoye en el mismo lugar donde había estado Constanza. Encendí un cigarrillo y, tras una larga aspirada, escupí el humo hacia arriba. En ese momento el cielo comenzó a cambiar, como si el sol estuviera haciendo un truco de magia. Poco a poco todo se fue tiñendo de naranja. Un naranja fuerte, intenso.
El cigarrillo se me escapó de los dedos al mismo tiempo que una pequeña lágrima y una gran sonrisa.
Creo que en el profundo silencio de las alturas pude escuchar un “te lo dije”, pero nunca voy a estar seguro.
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