sábado, 24 de octubre de 2009

4. Veinte cuadras


Estaba empapado. La lluvia no dejaba de caer, como si el mundo fuera una seguidilla de enormes fuentes ornamentadas con figuras de distintas ciudades. A él le había tocado la de Buenos Aires. Esperaba parado, en la esquina de Esmeralda y Santa Fe, con un desordenado maletín como paraguas, que el bendito colectivo apareciera por la esquina, tomarlo y llegar a su casa lo más pronto posible. A sus espaldas, el general San Martín lo miraba estoico, con ojos vacíos, desde su caballo rodeado de honores y glorias. Claro- pensó- si yo fuera de bronce también me pararía debajo de la lluvia para hacerme el héroe.
Quería fumar, pero no había cigarrillo que aguantara tal catarata. Pensó meterse en un bar, pero recordó que fumar en los bares estaba tan prohibido como meterse en uno hecho un saco de té, empapado, arrugado y con olor a podrido.
Se maldijo mil veces porque sabía que iba a llover. Antes de salir de su casa, Cintia le advirtió que llevara un piloto, un paraguas, algo, lo que sea, para evitar la gripe. Pero justo en ese día, Damián se sintió todopoderoso, y desafió la voluntad de Dios, de la ciencia meteorológica y de Fernando Confesore. La fe, la ciencia y los medios, todo mandado al diablo por la soberbia de una sola persona. Y el castigo por tal ofensa no se hizo esperar. No había caminado ni las 6 cuadras que separan su departamento de la avenida donde toma el colectivo que el primer trueno se hizo notar. Tal fue su explosión, que muchas alarmas de autos inocentemente estacionados se accionaron por las intensas vibraciones de su sonido. Pero la lluvia no apareció hasta que él estuvo en su oficina. Desde el 15º piso de la torre, las nubes parecían terribles compañeras. Emanaban luces amenazantes y un permanente olor a humedad invadió todo el ambiente.
Su horario terminaba a las 19. A las 18:57 se escuchó el impacto de la primera gota contra el asfalto caliente. La segunda y la tercera antecedieron a las demas. Incontables cuchillos helados de agua caían desde el cielo, los truenos musicalizaban su danza y los relámpagos iluminaban lúgubremente a una Buenos Aires oscura de repente, tenebrosa, misteriosa.
Sería una ofensa a la moral y a las buenas costumbres repetir lo que Damián dijo al salir de su oficina. Tiene que caminar 3 cuadras hasta la parada del colectivo, ahí, en Santa Fe y Esmeralda, y luego, una larga espera bajo un alero que cubre menos de lo que parece.
No sabía cuanto tiempo había esperado, pero parecía que todo iba a finalizar. A lo lejos, entre una espesa bruma, apareció un gigante verde, con un 17 tatuado en la frente. Sin más, se sacudió un poco el agua más pesada de la cabeza, intentó, sin éxito, quedar presentable y estiró su mando derecha para detener al colectivo.
Desde su omnipotente asiento en las alturas, el chofer le hizo un gesto negativo con su mano, y siguió, empapándolo aún más con la inmensa pileta que se había formado a fuerza de baches y calles con cordones profundos.
Sería una ofensa a la moral y a las buenas costumbres repetir lo que Damián dijo sobre la esposa del chofer.
Harto, esperó unos minutos más, hasta que perdido por perdido, decidió hacer las 20 cuadras que dividen su casa de su trabajo a pie.
Caminó resignado, mirando de reojo, mientras pudo, al invencible Don José de San Martín, Indemne bajo el torrencial aguacero. Lo envidió, pero luego recordó que le temía a los caballos, así que tampoco le pareció el panorama perfecto.
Manos en los bolsillos, cara de pocos amigos y paso apurado. Esa era la postal. Sabía que cuando viera el cementerio de la recoleta, solo quedarían 3 cuadras. No es tanto, intentó consolarse, mojado ya estoy.
Describir su recorrido sería redundante. Agua, charcos, zapatos arruinados, pantalón embarrado… Un panorama normal, común y corriente.
Lo que sí vale decir, es que llegando a su casa, a unas 5 cuadras (lo calculó así porque ya veía, aunque lejos, el paredón del cementerio que da a Junín y Quintana), se detuvo a ver un “último momento” en una televisión encendida en un maxi kiosco. En él pudo ver a un meteorólogo que, impecable, comentaba lo terrible y poco común de esta tormenta. Es algo que no se ve habitualmente en Buenos Aires- afirmaba desde su cálido asiento- podríamos decir que es un gran padecimiento para quienes tienen que volver a sus casas, aunque seguro todos salieron preparados. Ayer se los anunciamos.
Damián solo lo miró. Notó en la voz del meteorólogo cierto dejo de cinismo. Como si disfrutara el hecho de pensar que él lo había advertido, y que todos quienes se estuvieran mojando habían desobedecido la divina Ley del Presentador del Clima. Se alejó del kiosco con la molesta (todo le molestaba) voz del meteorólogo, que anunciaba mejoras en el tiempo a la brevedad. Damián no lo escuchó. En su cabeza solo sonaba el repicar de las gotas y la imagen de él sentado en su sillón, seco y con una taza de café caliente en una mano y Cien Años de Soledad recién comenzado en la otra. Al menos en Macondo no llueve mucho, ¿no?, pensó.
Llegó a la puerta de su edificio, revolvió el bollo de papeles mojados que era su maletín y encontró las llaves bajo un pequeño paraguas negro que, sin duda, Cintia le había dejado antes de salir.

- Mi amor, te empapaste- dijo con angustia Cintia cuando lo vió entrar
- Si, el paraguas no abrió, pero muchas gracias por escabullírmelo entre mis cosas sin avisarme, sos un amor.

Sería una ofensa a la moral y a las buenas costumbres reproducir lo que Damián pensó sobre su suegra.

1 comentario:

  1. Como putea el muchacho eh.. jaja!
    Siempre me calleron mal los meteorologos, con sus sonrisas anunciando que va a hacer un calor infernal, claro los señoritos tienen aire en su casa y en el auto!!! (dejé claro que me caen mal no?)

    belu::..

    ResponderEliminar

 
Creative Commons License
Cuentos escritos en la ventana by Cuentos escritos en la ventana is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 Argentina License.
Based on a work at escritoconeldedo.blogspot.com.