miércoles, 9 de diciembre de 2009

9. Arde TroSHa



Las viejas leyendas nórdicas tenían una visión muy particular sobre el paraíso del guerrero: En el, los muertos vivían sus peleas una y otra y otra vez ad infinitum. La paz, para ellos, era pelear. Luego vino la imagen cristiana del cielo, y todo cambió. Pero, ¿Y si los vikingos tienen razón? La pregunta es retórica, porque la respuesta es simple. Si, la tienen. Y para eso están los portales.

No se sabe bien con qué frecuencia se abren, y tampoco se puede predecir dónde van a aparecer. La última aparición de un portal del que tenemos registro fue este año, en Buenos Aires.

La calle Florida estaba casi desierta. Era sábado, y el movimiento clásico del microcentro estaba en stand by hasta el lunes. Las pocas personas que caminaban por ahí eran o turistas, o artistas callejeros, o algún que otro porteño que va a visitar por placer algo que debe ver diariamente por obligación. A esos también se les dice pelotudos, pero ese es otro tema.

La tarde era hermosa, el sol brillaba en lo alto y un tenue viento hacía que el calor no agobiara. De pronto, el sol comenzó a brillar más y más, hasta convertirse todo en un gran reflejo blanco. La señal estaba dada. Buenos Aires iba a ser un campo de batalla.

Cientos de almas de antiguos guerreros ingresaron en los cuerpos de los pobres paseantes que, poseídos, comenzaron a gritar y a pedir por la cabeza de Héctor y por el regreso de Helena a las manos de Menelao. Agamenón, en el cuerpo de un chico de 16 años, había roto una vidriera y bebía vino de la botella robada.

Los gritos del otro lado no se hicieron esperar. Habían ocupado el Kavanagh y desde allí provocaban a Aquiles (un bailarín de tango) y a Ajax (un heladero de Freddo) para que intenten derribar sus muros protegidos por los dioses. En ese momento, Paris, en el cuerpo de Rodrigo Noya, estaba llorando por su mamá.

El primer acoso Aqueo-porteño fue en la Plaza San Martín, donde armaron las catapultas para intentar derribar al primer rascacielos del país, ahora convertido en New Troy. Un habitante del edificio, el señor Martínez de Hoz, se salvó por poco de la catapulta, pero fue violado reiteradas veces por Eneas, quién había tomado el cuerpo del actor porno Rocco Sigfredi, de visita en el país.

Los troyanos devolvieron el ataque con un combate cuerpo a cuerpo. Heleno, quién poseyó a Joaquín Morales Solá, otro habitante del edificio, les había predicho que nadie iba a morir. De ese combate solo volvió Héctor. Heleno se golpeó la frente y dijo “es verdad, vos solo zafabas, que colgado, ¿no?”

Héctor, caliente como pava, fue a la base Aquea para enfrentar a Aquiles en un mano a mano que podría terminar la guerra.
Luego de sus pedidos, Aquiles salió con su mejor armadura a enfrentarlo. No duró un round.
Chocho, Héctor le quitó el casco, como trofeo de guerra y, oh, el horror, no era Aquiles quien yacía embrochetado ahí, sino Patroclo, el joven amante del héroe. “Uh, le maté al chongo, este me achura”, pensó Héctor.

Y así fue, minutos después lo tenía a Aquiles en la puerta del 6to C. “Héctor, o salís o te prendo fuego el rancho”. Asustado, el troyano miró a su hermano Heleno que, con cara de “vos fumá”, le dijo “vos no te vas a morir hoy, salí y hacelo percha”.
La pelea duró dos horas, pero Aquiles logró vencer al héroe Troyano. Y no felíz con eso, paró un trencito de la alegría que pasaba por la zona, ató el cuerpo al último de sus vagones y lo arrastró desde Retiro hasta Monserrat.
En su habitación, Heleno se golpeó la frente y dijo en voz alta “hoy no iba a morir... ahogado”.

La guerra parecía llegar a su final, pero la fortaleza del Kavanagh permanecía impenetrable. Príamo (Chochó Santoro) miraba desde la terraza con lágrimas en los ojos, y pensaba “con lo caros que están los ladrillos...”

A la mañana siguiente, en la puerta de la Troya porteña, los ciudadanos del fuerte descubrieron una sorpresa. Al parecer, todos los habitantes del edificio habían pedido empanadas a la Tercera Docena. Inocentes, los hambrientos ciudadanos los dejaron pasar. Esa fue su perdición. Los Aqueos, disfrazados de deliverys en rollers, masacraron a todos sus habitantes y fueron en rescate de Helena, en la piel de la prima de Adabel Guerrero. Paris seguía llorando, oculto bajo las mantas de su cama, al grito de “¡acá no hay nadie!”
“Nadie- pensó Aquiles- Pse, claro”. Sigilosamente, el hermoso Aquiles (N del E: en algún momento tenía que escribir en Homérico) se acercó hasta la habitación donde Paris se escondía. En ese momento, Paris salió corriendo y, en su furia, tropezó con una mesa de luz, y el velador atravesó la pierna del héroe Aqueo, lo cual lo llevó a una muerte ridícula.

Ese fue el fin de la guerra, y fue el momento en el que se cerró el portal. Como por arte de magia, todo lo que había sido destruído, todas las bajas civiles de la guerra y todo el vino que habían bebido volvieron a la normalidad. La gente se levantaba de la calle, pensando qué había pasado, pero nada más. Lo único que no volvió a ser el mismo es el ex ministro de economía de facto, quién ahora se hace llamar Perla y toma té con leche en La Biela.

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