miércoles, 25 de noviembre de 2009

8. Los hacedores



Hay una leyenda que dice que en cada ciudad del mundo hay un grupo de personas a las que se los llama “hacedores de lluvia”. Dicen que se mantienen en secreto, que viven como cualquier otro solo que, cuando tiene que llover, ellos lo provocan. Si, parece que lo del ciclo del agua es una fantasía.
El método de los hacedores es simple. Solo se deben juntar en un punto cualquiera de la ciudad en la que se desea que llueva y, una vez ahí, abren sus paraguas. Como por arte de magia, el paraguas de los “hacedores” llama, como un imán, a las aguas del firmamento. Si se quiere una llovizna, con un solo “hacedor” alcanza. Si lo que se quiere es una tormenta de dimensiones apocalípticas, se los llama a los diez representantes de la ciudad para abrir su paraguas.
El primer grupo de “hacedores” de los cuales se sabe algo en nuestro país data de 1810. Ellos fueron pagados por la corona española para que el 25 de mayo de ese año lloviera torrencialmente y así boicotear lo que se estaba germinando en el Cabildo. Por suerte, el temple de nuestros héroes fue más grande y lo soportaron. Historiadores pagados por el grupo de “hacedores” aseguran que en 1810 no existían los paraguas, y algunos más adictos dicen que ni siquiera llovió. Todo una excusa para seguir manteniendo en secreto la existencia de los “hacedores” y de sus poderes.

Para todos, los “hacedores de lluvias” no son más que una leyenda que data de quién sabe cuando, y que es otra patraña para hacer dormir a los chicos. Yo les digo que no. Y lo sé, porque yo conocí a una “hacedora”.

Estaba caminando por Junín, desde Córdoba hasta Corrientes. No sé por qué tomé ese camino, si siempre voy por Callao. Creo que simplemente quería caminar un poco. El cielo estaba despejado y había un viento agradable, que permitía que todos vistamos sencillamente una remera de manga corta o una musculosa. De repente, en un semáforo, vi a unas seis personas esperando para cruzar. Todas ellas tenían un paraguas cerrado en la mano. No voy a decir que no me pareció raro, pero que se yo, Buenos Aires da para todo. Cuando el semáforo se pone en verde, esta gente, en lugar de cruzar la calle, abre su paraguas al mismo tiempo, como si fuera una coreografía estudiada durante meses. Automáticamente, un chaparrón empezó a caer sobre nuestras cabezas. Intenté correr, pero la gente a mi alrededor no me dejaba pasar. Por un segundo pensé que iba a empaparme sin más remedio, cuando escuché que desde debajo de un paraguas me chistaban. Giré, y vi a una preciosa mujer. Era alta, morocha, de ojos marrones y un cuerpo imposible de describir con palabras. Corrí hacia ella, preguntándole que necesitaba, y me dijo que me refugié bajo su paraguas. Obviamente, no tuve objeción alguna.

Una hora después estabamos tomando un café en un bar de la zona. Se sentó delante de mí y comenzamos lo que sería una charla rutinaria de dos personas que no se conocen. Le dije mi nombre, mi oficio, mis hobbies y todas esas idioteces, y ella parecía escucharme con atención. Después fue su turno, y también me hizo una lista de las cosas que más disfrutaba hacer. Cuando pasaron casi dos horas, un bipper que ella tenía colgado (no sabía que aún existían) comenzó a sonar, y la chica del paraguas (Maite, si quieren saber el nombre) se excusó y salió corriendo. Pensé que había pasado algo, así que la seguí, pero en la puerta, me frenó y me dijo que estaba todo bien, que en tres días nos viéramos en el mismo lugar. Me pareció razonable. Unos minutos después que ella, me fui yo. Y unos segundos antes de entrar al subte, la lluvia volvió a aparecer.

Pasaron tres días en los que seguí mi rutina diaria. Levantarme, desayunar, ir al trabajo, volver. Así de simple era mi vida. Octubre pasaba calmo y ni rastros quedaban de la tormenta de la otra vez. Por suerte. No quería que la lluvia arruinara mi cita.

Cuando al fin llegó el día más esperado para mí, a pocas cuadras del lugar donde habíamos quedado en vernos, una sutil llovizna comenzó a abrillantar el asfalto. La llovizna derivó rápidamente en un chaparrón y, para cuando llegué al bar, empapado, ya era todo un temporal. Pocos minutos después que yo, llegó Maite, con su paraguas en la mano.
- Que previsora- le dije- hoy no parecía que fuera a llover.
- Puede ser, pero no me gusta mojarme el pelo- dijo entre risas.

Mientras charlábamos, una sutil llovizna empañaba los vidrios del bar. Yo atiné a decir que éramos como dos peces, porque nunca nos habíamos conocido secos, y a ella pareció causarle gracia. Empezamos a llevarnos cada vez mejor. Hasta el puto bipper. Otra vez se fue, sin explicaciones. Para cuando yo me fui, la tormenta era tres veces más grande.

La realidad era que en esas dos salidas la había pasado genial, pero había algo en Maite que no me gustaba. Siempre se iba temprano. Siempre me dejaba con la palabra en la boca. La verdad es que no lo entendía. Ahí fue cuando se lo conté a Germán, mi mejor amigo.

- ¿Y siempre que se va, se larga a llover?- me preguntó con una cara irreconocible en él: Estaba interesado por algo.
- ¿Que carajo importa, boludo? El tema es que la mina me dejo de plante dos veces. Encima en las dos primeras salidas.
- Pero decís que se va, y llueve.
- Si- Suspire- Justo se dio que en las dos veces...
- Justo no.
- ¿Qué?
- Que justo nada. Es una “hacedora”...
- No me hizo nada, desgraciadamente, así que...
- Hace lluvia.
- Me volviste a interrumpir.
- Estabas hablando boludeces.
- Para- le dije agarrándolo de los hombros- ¿Vos decís que yo digo boludeces?, ¿Te escuchás vos? Ahora resulta que Maite “hace” lluvia.
- No la hace- explicó- la provoca.
- ¿Cómo los indios?
- Como los indios.
- Estás loco.
- Estás ciego.

Ahí fue cuando Germán, terco, me mostró varios artículos de Internet donde se citaban a los “hacedores”, sus ritos, sus tradiciones y demás. Por un lado, me pareció demente pensar que la lluvia se hacía por “magia”. Por el otro, era la excusa ideal que tenía para perdonar a Maite. Después de todo, era por el bien mayor.

No sabía como encontrarla. Intenté frecuentando el bar, buscando “Maites” que vivieran en la zona, pero nada. Semanas más tarde, y como última esperanza, empece a leer el servicio meteorológico. Decían que una fuertísima tormenta se acercaba, así que yo fui a la esquina de siempre y, si Germán tenía razón, la iba a ver.

Estuve sentado varias horas leyendo un viejo libro de Agatha Christie cuando vi que se acercaba a mi. Se sentó a mi lado sin decir palabra y esperó, supongo, a que yo le hablara. No me gusta defraudar a las mujeres, así que lo hice.

- Hey, Maite, que bueno verte por acá.
- ¿Qué haces acá?- me dijo con un tono sombrío.
- Nada, pasaba.
- ¿Pasabas, sentado, leyendo?
- Bueno, te espera...
- Como- acentuó mucho la primera O- sabías que iba a venir por acá.
- Nada, casualidad.
- ¿Seguro?
- Una teoría tonta de un amig...
- ¿Qué te dijo tu amigo?
- Que loco, a los dos les gusta interrumpir igual.
- No te hagas el idiota, y decime que te dijo.
- Nada, una paparruchada sobre gente que hace llo..
- SSSSSSSSSSHHHHHHHHHHHH- me tapó la boca con su mano- tu amigo es un idiota.
- Ya lo se- respondí.
- Él no puede andar divulgando esa información.
- ¿Divulgando?, la sacó de wikipedia...
- ¿Eh?
- Si, está en Internet. Los tratan como fábula, claro está.
- ¿Y vos creíste en la fabula?
- Era la última esperanza que tenía de volver a verte. Creer una ridiculez que, al parecer, tan ridícula no era.

Maite no dijo nada. Simplemente se acercó y me besó. Lentamente, comenzaban a caer unas pocas gotas del cielo. Y, por supuesto, no pasó nada hasta que el bipper le sonó. Le dije que vaya, que ahora entendía. Ella parecía feliz.

Salí con Maite durante más de un año. No fue nada fácil, deben saberlo. Nuestra intimidad dependía del tiempo. Nuestras salidas, del tiempo. Absolutamente todo giraba alrededor de si ella debía hacer llover o no. Le dije que lo dejara, que se buscaran a otro “hacedor”, pero ella amaba su profesión, la había heredado de muchísimas generaciones atrás y que representaba un honor para ella y para sus futuros hijos. Si es que la lluvia le dejaba hacer uno.

Tengo que admitir que el que cortó la relación fui yo. De verdad. No toleraba más esta patraña de estar pendiente de una puta nube para salir con mi novia. Ella, en principio, pareció entenderme. Hasta que, andá a saber por quién, se enteró que yo le estaba siendo infiel con una chica que conocí en el gimnasio. Me llamó al celular y me dijo que era un verdadero hijo de puta. Le di la razón, ¿Qué más iba a hacer?

Hoy pasaron casi cinco años desde que terminó mi relación con Maite. Y, desde ese día, no puedo salir con ninguna mujer. Es extraño, pero cada vez que concreto una cita, el cielo se pone gris y hasta se puede escuchar a Noé arriando a sus animales hacia el arca.

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